La vida es la infancia de nuestra inmortalidad.
Johann Wolfgang von Goethe.

Son las 6.30 am cuando suena el despertador. En su habitación, el silencio sólo se ve perturbado por el suave sonido de su respiración en calma. Sobre su frente cae un mechón rubio de sus rizos despeinados, dejando asomar su pequeña nariz y su mejilla sonrosada. Duerme plácidamente y quiero que se pare el mundo, que se detenga el tiempo para poder seguir contemplando su casi perfecto rostro, sintiendo su piel suave al darle un beso de buenos días, sin que nada nos perturbe, sin que se rompa ese momento casi mágico de paz y armonía. Le acaricio la cara suavemente y me acerco a ella, sin dejar de observar su cara y sus manitas juntas en posición angelical. Le doy un beso suave que apenas nota.
Su pelo huele a champú y a bebé, aunque hace ya tiempo que dejó de serlo para convertirse en una niña.
Poco a poco, le empiezo a hacer cosquillas suaves por las piernas, como si una pequeña hormiga subiera por sus piernas para colarse traviesa y atrevida por su cuello. Se mueve aún dormida, pero consciente de que estoy a su lado y, sin abrir los ojos, busca mi mano para, acto seguido, atraparme entre sus rodillas, presionando mi mano para que no me pueda soltar.

Juego divertida con la otra mano, simulando un rescate y entre cosquillas y caricias, abre sus ojos y se empieza a reír. Remolonea y se vuelve a acurrucar varias veces más hasta que, por fin, está despierta y vamos a buscar a papá.
Cinco minutos bastan para soñar toda una vida, así de relativo es el tiempo.
Mario Benedetti.